Mi infancia, vivida en un pueblo del sur de la Provincia de Córdoba, se nutrió, como la de tantos otros chicos de esos tiempos, de historias de inmigrantes.
En mi caso, de mi familia paterna escuché las historias que hablaban, con tristeza, de la guerra, el hambre, de migración forzada, de desencuentros, de trabajo, mucho trabajo en el país que los recibió.
Guillermina, mi abuela materna (una mujer rubia, de ojos claros y pómulos muy rosados) alimentó mi fantasía de niña con historias que también hablaban de barcos y tierras lejanas, pero su relato incluía carruajes, princesas y príncipes y siempre estaba presente el amor.
Yo las escuchaba atentamente, me fascinaban esos relatos, y nunca me quedó muy claro que había de cierto y qué eran solo cuentos.
No pude imaginarme entonces, que mucho tiempo después, y al final de un Camino, mis días se acercaran de algún modo a esa Holanda de los relatos, a ese mundo de príncipes.
Pero felizmente ocurrió, y por unos días fuí la mísmisima princesa de las historias de la infancia, o mejor aún.Aunque duró poco (como casi siempre ocurre con todo lo hermoso) mi vida de pronto fue invadida por un sol gigante bronceando aún más mi piel, en un trono improvisado....
colinas con viñedos cerca del Ebro ...
flores perfumadas por todas partes ...
nidos de golondrinas en el techo de una casa ...
Descubrir moras muy dulces en enormes árboles ...
canto de pájaros y risas.
Y no faltaron un vino de la zona,
unas nueces peladas ...
y alguna lágrima,
porque todo fue tan intenso, pero tan breve...!.
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